Cerca de un 90% de las personas mayores
de 65 años afirman que les gustaría vivir en sus hogares hasta el
momento en que se produzca su último suspiro. Esto se desprende de la
última encuesta de mayores que realizó el IMSERSO en España.
Se desdibuja así cierta idea que
prevalece en el imaginario colectivo sobre “ancianitos” felices en
residencias, asilos o ancianatos que debilitan los vínculos de estas
personas con eso a lo que llamamos “vida”: relaciones, familia,
recuerdos y vivencias que asociamos a cosas materiales para ganarle
terreno al olvido. Da igual si se trata de una residencia parecida a un
resort de playa o a una donde, sólo al entrar, produce ya un vuelco en
el estómago por el abandono que se respira.
Pero el envejecimiento golpea no sólo a
quienes lo protagonizan, sino también a sus familiares, con crecientes
responsabilidades laborales y familiares, con cada vez menos tiempo y
recursos que darle a sus mayores para una vida digna. Aquí surge un
conflicto inevitable que muchas veces se desata en silencio, con miradas
de soslayo, con murmullos en las comidas familiares, en las comuniones y
en los funerales.
“¿Qué hacemos con mamá? No podemos
meterla en casa, ¿te imaginas?” Empieza la labor de desgaste
psicológico: “vas a estar mejor en una residencia, no te va a faltar de
nada y vas a poder relacionarte con otros personas como tú; además, si
te pasa algo… no estás sola”.
Algunos mayores “se rebelan”: “¿ir yo a
ese sitio de viejitos? Ni loca, yo estoy de maravilla en mi casa con mis
cosas”. Pero muchos sucumben ante lo “inevitable”. Lo aceptan con una
tristeza que tratan de ocultar tras una sonrisa, con un no te preocupes
que en realidad no funciona, porque, con frecuencia, la decisión
acarrea sentimientos de culpa que los familiares van a arrastrar durante
muchos años.
Estas situaciones aumentan al ritmo del
envejecimiento de la población. En casi todo el mundo, los avances
médicos han conseguido añadir años a la vida. Pero, aunque suene ya a
tópico, queda pendiente darle vida a los años, sobre todo en aquellos en
que tantas personas dejan de hablar “y todo el tiempo parecen mirar a
lo lejos, cuando en realidad miran hacia adentro, hacia lo más profundo
de su memoria”, como decía Ernesto Sabato en La resistencia.
Más de 8 millones de personas superan
los 65 años de edad en España, de las cuales 1,5 millones viven solas y
una tercera parte son mayores de 80 años. Se estima que para 2050 la
cifra de personas mayores se habrá duplicado, y casi la mitad de esa
población habrá superado los 80 años. Ocurre algo similar en los demás
países del llamado “mundo desarrollado” y cada vez más en países “en
desarrollo”, donde las próximas generaciones de jóvenes pueden
enfrentarse a una población envejecida mucho más amplia incluso que en
los países ricos, y quizá con menos recursos.
Los gobiernos tienen el desafío de
garantizar la investigación médica para tratamientos de las dolencias
que incapacitan más a las personas mayores: Alzheimer, Parkinson,
demencia senil, dolencias físicas como la osteoporosis, diabetes crónica
y tantas otras. Un mayor énfasis en la prevención evitará el colapso de
los sistemas sanitarios y de hospitales, y reducirá el gasto público y
privado en cuidadores y servicios de atención básica.
Trascendidas estas cuestiones, junto con
las relacionadas al riesgo de pobreza y exclusión, se tiene que abordar
la soledad que limita la vida activa de ancianos que viven solos y no
reciben visitas. Pero a veces no hace falta vivir solo o no tener
visitas para padecer una soledad que a veces se aborda a veces con
visitas de voluntarios.
También se han convertido en un auténtico movimiento mundial ciertos programas de convivencia intergeneracional estilo Homeshare:
personas mayores que comparten su hogar con una persona joven, muchas
veces universitarios. No se pagan nada pero comparten gastos y se hacen
compañía. Para los estudiantes supone una experiencia de aprendizaje y
una alternativa a los elevados costes de vivienda y, para los mayores,
una forma de sentirse activos, reconocidos y acompañados. Se crea así un
vínculo fuerte contra la soledad que sentiremos en nuestra piel alguna
vez en nuestras vidas.
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